LA SERPIENTE DE ORO

 

Érase una vez un campesino pobre, quien, mientras labraba sus tierras, encontró un saco lleno de monedas de oro. En el mismo saco había, además, una serpiente del mismo metal, con ojos de amatista.

El campesino llevó el tesoro a su casa sin saber qué hacer, ya que no quería quedarse con algo que no era suyo. Y sucedió que al día siguiente oyó a un pregonero anunciar que se había perdido un tesoro y que quien lo devolviese recibiría como recompensa cien monedas de oro.

El hombre se alegró mucho y llevó el tesoro al rico que decía ser su dueño, pero éste no quiso cumplir su promesa de pagar. Abrió el saco y exclamó:

–¡Ladrón! ¿Cómo te atreves a reclamar las cien monedas si te has quedado con la serpiente de oro? Aquí había dos serpientes y sólo queda una.

Vinieron los guardias y condujeron al campesino ante el rey. Y un sabio rabino, al oírle asegurar que era inocente, se presentó para defenderlo.

–¿Tienes lo que reclama ese hombre? –preguntó el rabino.

–No, lo he devuelto todo –contestó el acusado.

–Entonces creo que conseguiré demostrar tu inocencia –dijo el rabino.

El rabino, el rico y el aldeano se reunieron delante del rey, y el rabino habló:

–Nadie duda de la honradez de este hombre rico que reclama su saco con dos serpientes. Pero también hemos de pensar que si este campesino no fuese honrado bien se podría haber quedado con el tesoro entero. Por eso, si ambos dicen la verdad, majestad, debes recompensar al pobre con las cien monedas que le habían sido prometidas, cogiéndolas de este tesoro que él encontró y devolvió. El resto del tesoro debes guardarlo hasta que aparezca su dueño y lo reclame. En cuanto al rico que dice haber perdido un tesoro con dos serpientes, tendrá que mandar un pregonero que anuncie su pérdida. Tal vez con suerte también pueda recuperarlo. Porque está claro que el tesoro que encontró el aldeano no es el suyo.

A todos les pareció muy bien el juicio del sabio rabino, y el rico, viendo cómo a causa de su codicia se iba a quedar sin nada, confesó la verdad.

 

La mayor calamidad no es la pobreza, sino la avaricia, que no suelta a sus secuaces hasta que ocasiona su ruina.

 

 
 
Oscar Domenech (odomenech@hotmail.com)
   
 
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