EL POBRE MAESTRO
Un día, Juan y Felipe coincidieron en el camino hacia la escuela. Felipe era el maestro de escuela de la ciudad, y estaba muy pagado de ello. Solía tratar con soberbia a las personas. Juan era un alumno aventajado, y su corazón era tan limpio como sincero. Juan y Felipe pasaron junto a un mendigo y Felipe le preguntó su nombre:
–Al nacer, mis padres me llamaron Riqueza –contestó el mendigo.
–¡Qué sorprendente que haya resultado que seas tan pobre! –se rió Felipe.
Juan no se pudo aguantar:
–Es evidente cuál de vosotros dos es el más pobre –dijo Juan–: el que se ríe de la desgracia del otro.
Felipe se limitó a lanzar una mirada desdeñosa a Juan. Éste presintió que había metido la pata, y lo comprobó tres días más tarde, cuando Felipe rasgó su magnífico dibujo en presencia de los demás alumnos:
–¡Yo no pedí este rancio estilo decimonónico! –exclamó. En realidad, no había pedido ningún estilo. El dibujo de Juan mostraba un cuidado paisaje de árboles, con cada hoja bien definida. Un magno trabajo.
A la semana siguiente, Felipe enfermó. Tras varios días de ausencia de la escuela, sus alumnos decidieron visitarle para darle ánimos. Juan se hallaba entre ellos.
El primer escolar se sorprendió por la apariencia ojerosa del maestro.
–¡Maestro! ¡Estás tan demacrado como un perro callejero! –gritó.
El segundo , un chaval de enorme sensibilidad, intentó tranquilizar al maestro.
–No te preocupes porque hayas perdido fuerzas. Pronto recuperarás la salud y te volverá el apetito. En nada de tiempo, estarás de nuevo tan gordo como un cerdo.
Felipe estaba ofendidísimo. En su estado de debilidad, se quejó a Juan, su tercer visitante:
–¿A qué viene todo esto? Primero me llamáis perro y luego cerdo.
–Por favor, maestro, no te disgustes –le consoló Juan–. Recuerda, nosotros tres somos sólo discípulos. Tú eres nuestro maestro. Y como es el maestro, así son los discípulos.
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